Estaba cansado. Hacía unos días que el sueño me venía ganando un partido duro, y siempre sobre la hora. Por momentos trataba de pensar en otras posibilidades, en otros esquemas o nuevas estructuras. Sentía la necesidad de formar en mi cabeza algunas alternativas que me facilitaran la tarea. No sabía cómo, y eso era lo que trataba de descubrir. Por primera vez me había encontrado cara a cara con la injusticia. Porque a un grupo no se le habla porque sí. A un grupo como el que me había tocado en suerte se lo estudia, se lo analiza... y hasta se lo desea. Si me hubiese permitido elegir, yo mismo hubiera optado por la misma gente, las mismas bromas, las mismas risas... Pero ya ven, hubo algo que me condujo a esto que hoy soy. Me equivoqué, lo sé. Debí haber esperado un poco más. En realidad, no sé quién de los dos tuvo la culpa.
La tarde se había hecho insoportable. Por el calor y por mi angustia. Miré una vez más las fotos. Traté de darles movimiento reconstruyendo brindis, cánticos, abrazos. Después las dejé sobre el escritorio todavía desprolijo, lleno de papeles con números poco interesantes. Ahí habían quedado, mimetizadas entre el compromiso y el placer. Una mezcla rara que se conjuga en cada momento de nuestras vidas. Los chicos me lo decían. De ellos lo aprendí. Entre cinco días de trabajo y dos horas de juego, se quedaban con estas últimas. Aunque la vida pase rápido y sin demasiadas vueltas.
Me levanté para ir al ventanal que nacía imponente frente al jardín. Caía el sol. Traté de visualizar los colores del verano transportados al otroño. Me resultó curioso que las siete de la tarde de un enero, bien podrían ser las tres de un mayo, o un abril. Me quedé quieto y con los ojos cerrados durante un largo rato. Cuando abrí los ojos un mareo fuerte entró a jugar en mi cabeza y otra vez más, el cansacio se metía en el área chica, sobre la hora. Cuando mi mujer llamó a la mesa yo estaba nuevamente sentado con las fotos en la mano. Hubiese no querido haberlo visto nunca. Pero estaba cerca mío. Era un cortapapeles que Alba me había regalado cuando cumplimos el primer aniversario de casados. Todavía conservaba el color frío de la plata. Era importado y bastante exótico. Lo tomé con cuidado y lo miré un instante. Después agarré la foto donde Marianito está todavía con el ojo hinchado, junto a Lucas. "Pobrecito", pensé. "Pobre chiquito mío", dije entre dientes. Sé que escribo esto para que alguien, aunque sea uno me entienda. Ya no quería convivir más con esa incertidumbre que nos alimenta cuando menos necesitados estamos. Mi alma arrugada por los recuerdos me pisaba el pecho con fuerza mientras se desangraba. La oscuridad iba ganando terreno y amenazaba con malos presagios. Y yo, sólo contra el mundo, sin tiempo de arrepentirme, le clavé el cortapapeles en la cara al pibito de la foto, a esa maravilla terrenal que me quitaba la vida a cuentagotas porque seguro se iría a otro equipo. Se lo clavé con la angustia en la garganta y con la impotencia de saber que algún día ya no íba a estar entre nosotros. Despedacé la foto en mil partes. Lo hice por cobardía y por temor. Cómo podía hacer para explicarle a ese fenómeno de metro sesenta que yo quería que en realidad él fuera mi hijo. "Pobre chiquito, mío" dije esta vez para mi interior y una lágrima me brotó justo del mismo ojo que el que le habían lastimado a él. Reparé sin demorar en ese detalle y no pude contener el llanto. Me abracé a lo que quedaba del papel fotográfco y lo cubrí con mi cabeza. Después, entendiendo que no había otra forma de terminar con eso, me apoyé el filo en el pecho y apreté fuerte...
María Fedullo